Sin muchas posibilidades, desinhibido de propósitos, había un hombre montado en un autobús que cruzada Carolina del Norte hacia alguna parte y empezó a nevar y el autobús se paró en un pequeño café en las colinas y los pasajeros entraron. Se sentó en el mostrador con los demás, pidió y la comida llegó. La comida era especialmente buena. Y el café. La camarera, a diferencia de las mujeres que había conocido, era natural. Desprendía un humor natural. El cocinero decía locuras. El friegaplatos que estaba al fondo reía. Una buena, inocente y amable risa. El hombre miró la nieve a través del cristal. Quería quedarse en ese café para siempre. La curiosa sensación de que todo era precioso allí, de que siempre sería precioso, le recorrió. Entonces el conductor del autobús les dijo a los pasajeros que ya era hora de volver a subir. El hombre pensó "Me voy a quedar aquí, me voy a quedar aquí". Pero entonces se levantó y siguió al resto de pasajeros al autobús. Encontró su asiento y miró al café a través del cristal. Entonces el autobús se puso en marcha, dio una curva hacia abajo, saliendo de las colinas. El hombre miró hacia adelante. Escuchó a los otros pasajeros hablando de otras cosas, o leyendo o tratando de dormir. No habían percibido la magia. El hombre puso la cabeza a un lado, cerró sus ojos, fingió que dormía. No había nada más que hacer. Sólo escuchar el sonido del motor, el sonido de los neumáticos en la nieve.