"Somos los hijos indeseados de Dios” decía Tyler Durden “¿y qué? Nuestros padres eran nuestros modelos de Dios, y si nuestros padres nos fallaron, ¿qué dice eso de Dios?”. Y no le faltaba razón. Quizá yo no sería tan vehemente en mi exposición pero me gustaría comentar algo sobre lo que he pensado últimamente y que tiene bastante relación con semejante declaración de intenciones.
Hace poco me encontraba en una terraza disfrutando de un día de sol y un tinto de verano cuando la conversación que mantenía con unos amigos tomó un giro dramático y se centró en los avatares de la vida moderna y la generación perdida a la que pertenecemos. Aunque no sé si sería justo llamarnos ‘Generación Perdida’, así con mayúsculas. Creo que esa etiqueta ya se la agenciaron los jóvenes de los 90. Somos una generación tan perdida que no tiene ni etiqueta propia ni pierde el sueño por conseguirse una. Hablábamos sobre cómo cambian las cosas, como ahora con 28 años ni tienes trabajo fijo, ni casa propia, ni en casos como el mío, pareja estable. Y no es porque no queramos, es porque no podemos. Tenemos estudios, sabemos hablar idiomas, hemos viajado por el mundo (algunos a destinos más exóticos que otros), somos independientes y hemos sabido adaptarnos a todas las nuevas tecnologías que han ido surgiendo cuando nosotros de pequeños éramos de Bollicao con cromo y rodillas peladas de pasarnos la tarde en el parque disfrutando de nuestra infancia. Estamos infinitamente más preparados que nuestros padres y sin embargo tenemos menos futuro que ellos en sus días de juventud. Por no hablar del tema ‘juventud’… ahora se es joven hasta los 40. Los 30 son los nuevos 20 y chorradas por el estilo, seguro que habéis oído frases como esa.
En definitiva, nos creímos el cuento con el que nos dormían cada noche: “Si quieres ser algo en la vida, hija mía, estudia” o variantes como “Si no estudias no llegarás a nada”. No es que nuestros progenitores nos odiaran secretamente y quisieran engañarnos sobre nuestras expectativas de futuro, es sólo que ellos eran los protagonistas de ese cuento, para ellos era algo tan evidente como que el sol sale cada mañana. Y nosotros, sin pensarlo, hicimos lo que se esperaba. Pero nos estafaron, la sociedad nos mintió vilmente. Después de pasarnos toda nuestra vida intentando adquirir los mayores conocimientos posibles descubrimos que no son suficientes. Y nunca lo serán porque, se pongan como se pongan, es imposible tener menos de 25 años, una carrera, un Master, varios idiomas y cinco años de experiencia. O yo soy demasiado de letras o las cuentas no salen.
Así que un día te despiertas de tu sueño de joven promesa con todo el mundo a tu alcance y descubres que no puedes permitirte independizarte porque los únicos puestos de trabajo a los que accedes son no remunerados o te pagan 300 euros (ni hablamos de aspirar a esa utopía de firmar un contrato), tampoco puedes irte fuera para ampliar tus conocimientos en inglés o en chino porque, una vez más, no tienes el dinero suficiente, y para colmo de males tienes que ir sola a las bodas familiares aguantando el tipo cuando te preguntan, con cara de asco: “¿Todavía no tienes novio?”.
Pienso en el Mayo del 68 y me digo a mí misma que, ante la injusticia que soportamos, los jóvenes deberíamos hacer algo. Deberíamos alzar la voz, protestar, rebelarnos. Pero un segundo después, otra voz en mi cabeza replica: “¿Rebelarnos contra qué exactamente?¿Contra el Gobierno que hipoteca el futuro de nuestro país y se queda de brazos cruzados viendo como nos vamos yendo poco a poco al extranjero a la espera de que nos valoren como merecemos en otro lugar?¿Contra los empresarios que se aprovechan de nuestra generación y la desesperación por meter cabeza y labrarnos una carrera?¿Contra nuestros mayores que no comprenden que los tiempos han cambiado y que no nos vamos de casa porque no podemos y no porque no queramos?¿Contra la Universidad que no pone diques y deja que cada año se licencien miles y miles de trabajadores disponibles que el mercado laboral no puede absorber?”
Entonces hago callar a las dos voces, ante la imposibilidad de responder a las preguntas que la última de ellas me lanzó y sólo puedo concluir como Tyler Durden que “tienes que tener en cuenta la posibilidad de no caerle bien a Dios, él nunca quiso tenerte. Con toda probabilidad él te odia, pero no es lo peor que pueda ocurrirte. ¡No lo necesitamos! Que se jodan la maldición y la redención, somos hijos no deseados de Dios, así sea.”